viernes, 17 de octubre de 2014

Las luces al final de los túneles

El ser humano es reacio a cambiar por definición: todo cambio es visto como algo malo y se prefiere estar en la situación actual. "Mejor malo conocido, que bueno por conocer", dice la frase, quizás la mejor representación de la resistencia al cambio.

Por mi parte, se me da una dualidad frente a los cambios bastante dinámica: en primer lugar, no me gusta o, mejor dicho, me da cierto temor, incertidumbre; después, una vez que ya ocurrió el cambio, me adapto enseguida. Pero enseguida enseguida. No tardo nada.

Cuando estaba en quinto año, el paso a la facultad me parecía rarísimo. No podía concebirme en un ambiente supuestamente superior (a la vez que fantaseaba obviamente con las orgías de College Rules), profesionalizándome, especializándome en algo (la Ingeniería Industrial es poco especializada en muchas cosas, por suerte, aunque tiene su especialidad). La realidad me encontró adaptándome a la UBA como si hubiese nacido ahí, moviéndome como pez en el agua en edificios desconocidos, con nomenclaturas para aulas que jamás había visto antes.

Cuando empecé a trabajar, me pasó lo mismo. ¿Yo, un nene, enseñando a otros? Las clases particulares eran un lindo currito, no lo veía como un trabajo serio, solo porque no quería vivir de eso. De nuevo me adapté sin problemas.

A cada cambio, pareciera que es un caer y levantarse psicológico, cuando en realidad simplemente seguimos caminando. Cada nuevo túnel parece lleno de oscuridad, aumentada por la oposición a la luz del túnel del que recién salimos.

Estoy a breves pasos de recibirme (como mucho, un año, pero plagado de finales y casi sin cursar). De nuevo me surge el dilema de quién voy a ser, qué voy a hacer, y otra serie de preguntas existenciales que poca importancia tienen. Esta vez no me genera tanto "miedo", sino intriga, aunque tantas preguntas me llevaron a decidir renunciar a mi trabajo para crecer como ingeniero, porque creo que acá tengo que venir ya sabiendo para que me den bola.

Me parece que la idea de fondo es dejar de impresionarse con los cambios de la luz cada vez que entramos o salimos de un túnel. Es mejor cerrar los ojos y, cuando se requiera, abrirlos y ver dónde estamos, porque es cuando mejor nos adaptamos a ver lo que nos rodea.

lunes, 6 de octubre de 2014

La oscura paz

Tengo una particular relación con la muerte. Muchos le tienen miedo, la miran de reojo, dicen "de eso no se habla"; pero nunca se paran adelante una vez que la vieron.

Siempre se mira con una cuasi empatía al que se le murió alguien cercano. Se le dice que se lo siente mucho, que se lo acompaña, que si necesita algo, que las condolencias... yo no hago nada de eso. Recién volvió al trabajo una a la que se le murió el hermano. Simplemente le pregunté si andaba mejor, al menos un poquito. Por lo menos le saqué una sonrisita antes de que lagrimeara un poco.

Cuando sé que voy a saludar a alguien en esa situación, me empiezo a plantear cómo lo haría, qué digo, cómo lo digo, etc. Nunca me sale bien esa anticipación, por suerte.

Por mi parte veo como una hipocresía involuntaria el decir esas frases armadas que bien podrían representar lo que un tercero quieren transmitir, pero que jamás se centra en aquel que tiene el sufrimiento a flor de piel. O sea, no los condeno, pero me parece que se pierde algo.

Cuando se murió mi viejo estaba hiper sensible. Me acuerdo de que en una clase del colegio una piba me vino a decir que a ella no la ayudé nada y que no era justo. Casi me largo a llorar diciéndole que la próxima clase tenía un tiempo mío reservado para ayudarla. Tenía los ojos tan rojos que debí de parecer un boludo, pero bueno, tenía mis razones.

Cuando saludé a esta del trabajo y le pregunté si estaba aunque sea un poquito mejor, volví a ver esa oscura paz y tranquilidad post mórtem ajena. Me acordé de aquella vez en que yo la sentí. No fue con mi abuelo, que fue la primera muerte que me tocó enfrentar, sino con mi viejo, la más dolorosa.

Cuando muere alguien de avanzada edad, que ya vivió mucho, uno se siente mal, pero lo entiende (o al menos debería, tengo un profesor de 65 años que se le murió la madre de como 90 y creo que no está bien de la cabeza); duele, obviamente, pero a pesar de no entender al ciclo de la vida, uno entiende que forma parte del mismo. Distinto ocurre con las muertes prematuras.

Mi viejo estuvo enfermo durante seis años, en los cuales se creyó haber curado un tiempo y al rato volvía a caer; al final, se dejó ganar, o le ganaron, no sé, no quisiera estar ahí para saber cómo es. Yo me enteré de todo la segunda vez que le agarró cáncer, en el 2007, tres años después del primero. Yo estaba terminando quinto año; mi hermana tenía apenas catorce. Esa vez me agarró una desesperación tremenda, pensar que mi viejo se podía morir, pero cómo, si él era inmortal, intocable, perfecto. Tenía toda la seguridad de que no iba a pasar nada: si se salvó una vez, que encima era mil veces más jodida, cómo no se iba a salvar ahora.

Esa vez se salvó. Lo operaron sin problemas, aunque esas tres o cuatro horas que estuvimos esperando fueron horribles. Toda la gente que hablaba me molestaba. No quería estar con nadie, ni haciendo nada: quería silencio, pero a la vez quería que alguien me dijera que ya lo habían operado y que ya estaba.

La tercera vez que se enfermó, metástasis del primer cáncer del 2004, ahora en 2010, fue lo peor que me pasó en la vida. Me acuerdo de irme a dormir el día que me dijeron "otra vez sopa" e imaginarme la tumba de mi viejo, tal cual es la transitoria que hay en Tablada hasta que se hace el monumento: fondo blanco, letras azules. Lo que me puteé antes de ir a dormir no tiene nombre. Me dije de todo, que cómo se me cruza eso, que soy un pelotudo, que dejate de joder, que si le ganó dos veces ahora no pasa nada...

Pasaban los meses y los tratamientos y la decadencia de mi viejo era tremenda. Un tipo que hacía quince años pesaba 90kg, ahora pesaba menos que yo, que andaba por los 75kg. La cara hinchada por la metástasis, la voz finita porque le apretaban las cuerdas vocales, los ánimos totalmente idos de su vida y una sensibilización que no entendía.

Todo esto me hacía pensar que tal vez era mejor que se muriera. Mejor para él, para dejar de sufrir, y mejor para nosotros, porque él terminaba siendo una carga, alguien de quien había que estar pendiente. Por pensar en esto me puteé más que antes, con la diferencia de que esta vez tal vez tenía razón, tal vez era horrendo pensar así, pero también tenía sentido hacerlo.

El día que murió no pasó nada. A los dos días caí como el peor. Y recién entonces empecé a sentir esa oscura paz.

Ese calorcito que te sube despacio, una sonrisa tímida que se dibuja, ojos rojos al borde del colapso, el habla tembloroso pero forzándolo para que salga como tiene que salir, carajo, que ya se me va a pasar. Pero tal vez el mejor exponente de la oscura paz sea la tranquilidad y la mirada lejana, siempre lejana. Como si no quisiéramos estar acá.

Y es oscura, porque emana del peor lado que existe, que lo tenemos porque es inherente a nosotros, que no nos gusta tenerlo pero que es el único consuelo que nos queda. Es el saber que se terminó lo peor; que puede ser que sigan existiendo consecuencias, que seguramente vayan a existir, pero que todo el tránsito emocional alcanzó su máximo el día que lo perdiste, y que ya nada va a ser igual desde entonces. Pero también es salir del túnel, en el que quizás nunca hubo una luz al final, o tal vez la apagaron en algún momento, pero finalmente salís y decís "mierda, el mundo sigue y se caga en esto que me está pasando", porque es así: nada que nos pase difícilmente trascienda en algo al mundo. Entonces empezás a ver a tu alrededor, y elegís aferrarte a la vida, no con desespero, sino con mesura y conciencia, sobre todo con conciencia: de que tal vez es la última que te queda.

Toda esta oscura paz nos pone como en trance; un trance periódico que nos lleva a ir cada vez menos lejos, a divagar mentalmente cada vez menos, a percibir la vida cada vez más, hasta retornar al punto de partida, en el que te das cuenta de que cambiaron las reglas y hasta el juego mismo, y no sos vos el que decide nada, sino que hay fuerzas superiores o aleatorias que determinan las grandes movidas de la vida, pero que te dejan un par de grados de libertad para moverte, para explorar, para hacerte sentir que sos realmente libre y que tus decisiones son tuyas. Es como una religión de la vida, que excede la creencia en Dios y se basa en la autodeterminación y el accionar cada vez más inconscientemente, más intuitivamente.

Y es este estado de locura el que te conduce a través de la oscura paz, cuando en realidad estás siendo guiado por ella y no a través de ella, pero no importa, vos todavía no lo sabés y vas. Vas, y vas tanto que alcanzás estados de locura emocional que no comprendés de dónde surgen y por qué, pero tampoco importa realmente, pues los impulsos que te mueven son mayores y los logros que vas viendo son tales que cerrás los ojos y te dejás llevar.

Y cuando ves que alguien está atravesando ese estado, como yo lo vi con mi compañera de trabajo, entendés que todas las frases vacías que se dicen están cargadas de oscura paz, solo que el común de los mortales no lo comprende bien y las pronuncia por inercia, a través de emociones que pretende transmitir sin saberlo y que al final, cuando llegan los "era lo mejor", "ya vas a ver cómo cambian las cosas ahora", comprendés que esa oscura paz que viviste otros la llaman esperanza.