martes, 29 de septiembre de 2015

(in) Tranquilo

Ayer tuve uno de esos episodios que me dejan pensando demasiadas cosas.

Me tomé el 110 para volver a mi casa, un poco más tarde de lo habitual porque me quedé por la zona por razones ajenas a esta anécdota. Me tomé de hecho otro ramal, porque estaba en otro lugar del de siempre, otra vez por razones que no vienen al caso.

Cuando me subí estaba con gente; no lleno, pero no había lugar para sentarse, salvo uno en la última fila, ese de la esquina opuesta a la puerta, que cuando estaba yendo a sentarme, la que estaba al lado me dijo "ojo que está mojado", así que desistí y me quedé parado. Después de un rato se liberó el asiento de adelante de este, que es mi preferido, así que me senté lo más tranquilo, escuchando música, jugando con el teléfono.

En un momento se empieza a vaciar el colectivo, ese momento en el que queda la suficiente gente para viajar con una perfecta comodidad, pero sin necesidad de que esté todo vacío: tiene la gente justa, el que se sube, se sienta; el que se baja, lo hace tranquilo; nadie jode a nadie. Así de perfecto como venía, se suben dos pibes que no alcanzo a ver, porque estaba ensimismado y no presto atención a nada. Hacían ruido, lo cual me jodía, pero solamente miraba de reojo para verles las caras, lo cual no hacía con completa satisfacción. Por la voz, podía presuponer mil prejuicios que valdrían para que el INADI clausure el blog, una manifestación de Quebracho me rompa a piedrazos las ventanas de mi casa, y me citaran en TN a dar mi versión de los hechos, con un Nelson Castro indignado por la situación actual, mientras Julio Bazán cubre los hechos en un móvil en mi casa, preguntándole a mi vieja cómo se siente y qué opinan los vecinos de mí.

En cinco minutos huelo cigarrillo. Siempre me molesta el olor, en mayor o menor medida según la marca, me di cuenta con el tiempo; pero esto es un colectivo, no se puede fumar. Debe ser el humo que entra de afuera. Miro de reojo y veo que el de atrás mío está fumando como si nada. Listo el cólera. En mi familia los hombres nos caracterizamos por querer matar a todos y no lastimar ni a una mosca. El tipo de cólera que me agarró es de estos pasivos autodañinos, que me tengo que tragar después de pasada la rosca que me doy mentalmente.

Sigo escuchando su conversación, auriculares de por medio (y música que ya no distingo, porque tengo toda mi atención puesta en ellos); siento un soplido en el cuello, están hablando de mí y se están burlando, pero andá a saber si traen algún fierro o algo -quiero recordar que por la voz yo podía suponer mil adjetivos #holaINADI-. En eso el que fumaba me toca el hombro:

Yo: - ¿?
Él: - ¿Dónde estamos?

Quiero hacer un parate y aclarar: su pregunta venía acompañada de la mayor desorientación imaginable. Este pibe estama totalmente drogado, y a juzgar por su forma de hablar era porro, mala calidad (sí, juzgo por las apariencias y el pibe no se puede comprar flores ni le interesa hacerlo).

Yo: - Eh... A ver: César Díaz y... - (no tengo idea).
Él: - Ahh. Mirá, tengo que ir a Ángel Gallardo y Corrientes.
Yo: - Te deja a seis cuadras.

Empecé a contestar con voz seca. Me di vuelta y me quedé en la mía, agudizando el oído hasta niveles que desconocía (mentira, pero suena poético: tengo un excelente oído). El otro muchacho se paró y fue a preguntarle al colectivero algo, y casi se cae ocho veces volviendo de lo puesto que estaba. Se cagaban de risa a los gritos de cualquier cosa... Se pusieron a hablar de mis auriculares. Qué lindos, eh, está para afanárselos, pero ¿qué pasa si se para de manos?, y, le vamos los dos, baah yo solo puedo.

Mi estado era de alerta, pasivo, lleno de bronca, y nunca antes tan dispuestos a, justamente, pararme de manos. No pasaba solamente por el hipotético robo: suelo ser muy pasivo ahí, evitarme un quilombo en serio, dejar que se lleven lo que quieran, salvo mi teléfono y mi mp3 (que hasta ahora nunca me tocó decidir, por suerte). No, en este caso tenía bronca acumulada por el viaje, por los gritos, porque fumabas adentro, hijo de puta, cagate en todo pero con límites, porque el colectivero no los frenaba y los sacaba a patadas, porque nadie hacía nada y estaba solo, solo contra estos dos monos drogados que no me iban a durar un suspiro porque no se podían ni mover, y los iba a matar, no tenía dudas. Los iba a matar.

Veo las sombras de sus manos, la del que estaba atrás mío, que me volvía a preguntar si faltaba mucho, no, cinco minutos, y después hacía que me sacaba los auriculares para que el otro se ría como mono drogado -literalmente-, mientras yo me hacía el desentendido pero escuchaba cada cosa que decían y cultivaba una violencia que no podía fallar, no podía dudar. Si había siquiera un amague de que pase algo, yo tenía que dar el primer golpe, y tenía que ser uno bueno, para poder dar otro, y otro, hasta que me canse, se mueran, o se escapen, lo que pase primero.

¿Con qué me defiendo? ¿Con qué hago mi ataque preventivo, mi primera reacción? Navaja no tengo, va a tener que ser a mano limpia. No, esperá, por ahí tengo alguna tijerita en la cartuchera. A ver... bingo. Agarré la tijera disimuladamente desde adentro de la mochila, cerré la cartuchera desde adentro y me guardé la tijera en la manga izquierda, aprovechando que soy zurdo y es la mano que no me ven desde sus asientos. Y ahora, a esperar.

Siempre me gustaron las películas orientales por la forma de vida que muestran. Karate Kid, la versión occidental de estas películas, tenía a Pat Morita en su señor Miyagi: el hombre con la mayor paz interior, pero capaz de desatar un huracán si las circunstancias lo ameritaban. Así estaba yo: alerta, dispuesto a todo, pero haciéndome el boludo a más no poder. Y en cierto punto deseando que la cosa se vaya al carajo, porque tenía una bronca que no aguantaba más.

El 110 llegó a San Martín y el de atrás mío me preguntó cómo agarraba después. Le dije que se abría y doblaba a la izquierda en Scalabrini Ortiz. Me tiró un "bueno, porque si no..." y no recuerdo qué dijo, pero me hubiese encantado que se desvíe y no tener otra que matarlo, sobre todo a él, que era el que más jodía, una especie de líder tercermundista drogado. Cruzamos Warnes y empecé a contar las cuadras. En algún momento de todo el trayecto dijeron que estaba para sacarme los auriculares cuando se bajaban, así no los agarraba. Yo estaba contando las cuadras para ver qué hacían, abriendo y cerrando la tijera, imaginando por dónde atacar, planeando mi defensa. Los ojos: ése tenía que ser mi punto de ataque. O tal vez el estómago. No sé, nunca peleé por mi vida en serio, ni mucho menos deseando que el otro directamente muera.

Cruzamos Padilla y estaba a mil. Llega a Camargo y me doy vuelta:

- Es acá.
- ¿Qué?
- Esta es Corrientes.

Lo mira al otro, que empieza a levantarse para bajarse. El otro decide -como si no le quedara otra- bajarse también. Mientras se levanta el último, mi charlatán-fumador-menos-drogado-que-quiero-matar-primero-aunque-al-otro-le-pego-antes-por-las-dudas, me tiro levemente de costado y toco mis auriculares con la izquierda, con la que sostenía la tijera escondida en la manga. Me agradeció y se bajó, siguiendo a su amigo, que de repente podía caminar sin tantos problemas como antes.

Me invadió la tranquilidad llena de bronca. Y este es el punto central. Me quedé con ganas de sangre. Nunca antes me había pasado tan en serio. De repente era un asesino sediento, un psicópata violador en una nursery. No podía creer que ya estaba, que no iba a pasarme nada, y en cierto punto hasta me frustraba, como si necesitara alguna anécdota de vida, una cicatriz que contarle a mis hijos o en un bar para impresionar gente e intimidar a quien quisiera; una tijera heroica que mostrar cada vez que la tuviera que usar para cortar un papel miserable, contando su historia para otra vez sentirme alguien importante, con algo que contar de su vida, como si todo lo que atravesara a diario no contara por no tener el nivel de adrenalina que tenía ahora. Quería ir al gimnasio a pegarle a la bolsa para descargarme, pero era tarde y tenía que comprar leche en el chino porque los supermercados estaban cerrados por el Día del empleado de comercio. Así de triste terminaba mi vuelta a casa: de héroe y asesino a hijo de familia con obligaciones y cansancio.

Me pegué en las manos para descargar algo, pero todavía tengo esa sed. Esa sed que me dio tranquilidad, porque me vi capaz de defenderme a mí mismo de algo, que me superaban en número y no sé si también en fuerza y demás, pero no me interesaba, era un león que se comía lo que le tiraran. Y a la vez me quedé intranquilo, porque conocí una parte nueva de mí, una que se alejaba del típico hombre en mi familia, pasivo-agresivo: uno que podía usar la agresividad a niveles peligrosos, a conciencia, aún si fuera para defenderse a sí mismo.